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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

Viva el pueblo

avemaria

Un día de estos empaquetará las maletas y pondrá rumbo al pueblo. Su propio pueblo, el de sus ancestros, un pueblo ajeno. Lo mismo da. Nada más llegar al destino estirará los brazos y exhalará la bocanada de aire más puro que recuerda. Y de pronto, percibirá que falta algo: el ruido. Además del oxígeno y el silencio, se reconciliará con la amabilidad. Por las callejuelas se cruzará con vecinos que le saludarán sin miedo, como si fuera uno de ellos. Empezará a convivir también con el mugido lejano del ganado, las campanadas puntuales de la iglesia, el camión que trae el pan de mañana, un zumbido de moscas a la hora de la siesta. Musgo, geranios y piedra labrada. Con tanta calma las horas se le estirarán como días y los días como semanas. Y se preguntará qué coño hace instalado en la ciudad. Por qué no rompe con todo y se viene aquí a vivir. Echar un par de vacas y aprender a hacer queso, trabajar ese huerto comido ahora por la maleza. Hace falta bien poco. Pero el verano caducará. Y cuando reingrese en la polución, la rutina y el agua con sabor a hiel, algún día de invierno se escapará un rato a ese idílico paraíso en el que durante unos instantes luminosos se sintió pleno para intentar desestresarse. Sin embargo, descubirrá que aquel mismo lugar ahora es otro distinto. Porque la paz habrá mutado en desolación, la soledad en falta de servicios, el encanto rural en aislamiento social. Los tañidos le sonarán ténebres, las plantas se habrán marchitado y el viento soplará gélido. El retrato sin maquillar de una España vacía.


agosto 2017
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