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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

Campamento de verano

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La España Vacía trae como efecto colateral la desaparición de pueblos y con ello, la materia prima básica para que un niño pueda cursar asignaturas troncales en su formación emocional. Sin ese entorno rural aún sin desbastar cada vez se hace más complejo experimentar sensaciones como buscar la sombra debajo de una higuera salvaje, pincharse con las ortigas del camino, engullir a deshoras comida que en la propia casa jamás cataría o localizar una poza donde adentrarse con los pies descalzos sintiendo las punzadas de las piedras del fondo y viendo a los alevines huir cada vez que el chaval está a punto de resbalarse. El sustitutivo para quien aún cree que perder el tiempo aporta más nutrientes que aprovechar los meses de verano aprendiendo idiomas en el extranjero o exprimiendo otras capacidades intelectuales es el campamento. La oferta es infinita. Campamentos de aventura y temáticos. En la otra punta del mundo o a escasos kilómetros del propio hogar. Campamentos en tiendas azulonas a la intemperie y letrinas de cal o con literas en un albergue higienizado. A todos, sin embargo, les falta verdad. Como esos sucedáneos en los que el consumidor cree comer naturaleza en vez de plástico procesado, el campamento trata de suplir las proteínas rurales con un envoltorio de celofán. Los padres reciben puntualmente fotos del mocete regando un huerto, mirando ovejas a través de la valla, bebiendo a morro de la fuente. Y cuando vuelven a casa estreñidos con las rodillas marcadas de postillas y la pulsera de hilo que han tejido para regalar a sus papás, aún no saben que aquello no convalida pasar el verano en uno de esos pueblos cada vez más escasos donde la autenticidad no se compra por quince días.


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