Ya lo decía mi abuela: “poco dura la alegría en casa del pobre”. Pues ya ven la alegría por la sentencia del Tribunal Supremo, que decidió que los bancos debían ser el sujeto pasivo del impuesto sobre las hipotecas, ha sido tan efímera como una noche de fuegos artificiales. Mientras mirábamos boquiabiertos los colores del espectáculo, perplejos por el resplandor del inesperado artificio, los que siempre ganan nos han demostrado, una vez más, que ellos jamás van a perder.
De los bancos, nada podíamos esperar, incluso con la sentencia a favor de los hipotecados, de una forma u otra, acabarían repercutiéndonos el impuesto. No voy a entrar a describir lo evidente e injusto de la que ha sido práctica habitual, hay voces muy autorizadas al respecto. Pero la inicial sentencia y la fractura entre los magistrados del Tribunal en la revocatoria, señalan que había argumentos jurídicos suficientes para sostenerla. Las repercusiones sociales del cambio de criterio son evidentes, pero la actuación del Supremo además de ser un acontecimiento insólito e insultante para los ciudadanos ha causado un daño irreparable a la arquitectura institucional de España.
En veinte días, los que van del 16 de octubre al 6 de noviembre, el Tribunal Supremo de España se ha enmendado a sí mismo en una bajada de pantalones sin precedentes en nuestra historia judicial. Después de mostrarnos sus traseros, debieron arriar la bandera a media asta porque la Justicia (con mayúsculas) ha quedado con todas las vergüenzas al aire y la Constitución llorando de pena, desnuda y malherida, tras ser depositada en el contenedor de la esquina. Después de esto será difícil que tan alto Tribunal nos convenza de que la justicia emana del pueblo y se administra por jueces y magistrados sometidos únicamente al imperio de la ley, según el artículo 117 de nuestra Carta Magna, de la que este año celebramos su cuarenta aniversario.
Los señores magistrados, que no cobran precisamente el salario mínimo y se supone que tienen una formación elevada, debieran saber que el pueblo soberano se merece más respeto del que le han procurado con esta jugarreta de las dobles sentencias. Cuando se adopta una decisión como la acordada el 16 de octubre, se supone que han sido valorados todos los aspectos que confluyen en un asunto que afecta a millones de españoles. No es un asunto menor como para, sin ninguna justificación clara desde el punto de vista jurídico, revocar la decisión. El pleno del Tribunal Supremo se convocó con la única finalidad, no de pulir con finura los argumentos jurídicos para fortalecerla, sino claramente, como los ignorantes ciudadanos hemos intuido desde el primer día, para anularla complaciendo a la banca.
El problema ya no es si la sentencia inicial se sostenía o no jurídicamente sino la evidencia de que existen poderes por encima de los poderes democráticos, que tienen capacidad suficiente para demostrarnos quién manda. Será muy difícil superar este sentimiento de desamparo en que nos han dejado. La Justicia está tocada y ha sido desacreditada precisamente por el propio Tribunal Supremo. Resulta complicado creer en su independencia e imposible negar que nuestro sistema se resquebraja.
El presidente del gobierno ha querido, de forma voluntarista y precipitada, taponar la grieta anunciando un Decreto-ley urgente para que los bancos paguen el impuesto. No deja de ser un paliativo pero el daño a la credibilidad de la justicia ya está hecho. Quizá Europa enmiende el desaguisado y nos sonroje de nuevo. Carlos Lesmes, presidente del Tribunal Supremo, en vez de presentar su dimisión dice que éstas son las reglas del juego, debe referirse al juego de la oca en el que a la banca siempre le toca. Creo que hay jueces estupendos pero también creo que si la cúspide del poder judicial se encuentra intervenida es para quedarse boquiabierta de asombro aunque no en silencio. Hemos entendido el mensaje, no estaría de más que, alto y claro, escuchasen el nuestro.