El bar de la Hípica | Logroño en sus bares - Blogs larioja.com >

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Jorge Alacid

Logroño en sus bares

El bar de la Hípica

Imagen reciente del bar de la Hípica, recogida en una publicación de la propia sociedad

 

Nosotros éramos de Cantabria. Cuando digo nosotros me incluyo a mí, al resto de mi familia y a diez mil personas más, lo cual abarcaba al universo de los llamados veraneantes: gentes llegadas en general del País Vasco, en busca de un clima más seco para mejorar de sus diversas afecciones, que se encontraban en las piscinas de la llamada Sociedad Recreativa como el resto de socios, es decir, como en casa. O mejor que en casa, que al menos la mía carecía de piscina, frontón, tostadero y pistas de tenis. También carecíamos de Tomasa, la célebre encargada del guardarropa de mujeres, un as de la megafonía: “Ángel Nieto, que salga a retirar la moto, que la tiene mal aparcada”. Cantabria incorporaba a su irresistible oferta canicular, cuando los veranos duraban no menos de tres meses, bares de distinto signo: el central, ubicado en el corazón de su casa social y defendido por Emiliano y los Langarica (que ya han aparecido aquí unas cuantas veces), así como otro más pequeño que duró poco, vigilando la piscina denominada de niños, y algunas casetas distribuidas aquí y allá. Por ejemplo, junto a la piscina mixta: entonces, las piscinas tenían sexo. Cosa que también ocurría con los frontones.

Hubo un tiempo, sin embargo, en que fue habitual la doble militancia: se podía ser de Cantabria y de la Hípica a la vez. De modo que se soslayaba así la curiosa rivalidad que existía entre ambas instalaciones, porque lo usual era lo contrario: que unos y otros asegurasen que la suya (su piscina) era la mejor y por lo tanto vetasen su ingreso en la piscina rival, competencia que se ampliaba también a las fenecidas piscinas del Cayaks allá por Los Lirios, con una cuarta variante que recuerdo más minoritaria: el Adarraga. Con los años, hubo que decantarse y algunos tuvimos que renunciar a la felicidad que nos embargaba cada vez que cruzábamos el Ebro, íbamos a la Hípica y nos bañábamos en sus piscinas, aunque lo mejor de esas incursiones era su bar: el bar de la Hípica.

Escribo el bar de la Hípica y me suena una frase rara. Para los logroñeses menos veteranos, una explicación previa: la Sociedad Hípica Deportiva Militar era y es una instalación ubicada en el norte de Logroño, colgada sobre el río, propiedad entonces del Ejército y, en consecuencia, destinada en teoría a albergar sólo a quienes tuvieran algo que ver con la milicia. Ocurría que, por el contrario, hacerse con su carné de socio resultaba bastante sencillo para la tropa civil, aunque se tenía que superar la extrañeza de ver por allí a los mozos vestidos de caqui formando parte de la plantilla. Otra extrañeza, que sin embargo tenía bastante sentido visto su origen militar, era que la Hípica tenía de jefe superior a un mando del Ejército, pero así eran las cosas por Logroño (y España entera, creo): todo era muy raro.

De modo que ya estamos puestos en situación: servidor se desplaza con el resto de la prole hasta la Hípica, juega un rato al tenis en aquellas pistas lentísimas de tierra batida y decide refrescar el gaznate. Ahí lo tienen ustedes: el bar más bonito del mundo. O el bar de piscinas más bonito del mundo, mejor dicho. Al menos, así nos lo parecía. Porque el club social era como todos, más o menos, sin grandeza alguna, pero resulta que algún alma inquieta y talentosa decidió incorporar al edificio central un ala que penetraba en su entorno, dotarla de barra y servir los tragos y bocados a la clientela que se arracimaba en bañador, al aire libre. Lo cual, como sabe bien quien haya probado esa experiencia, representa el edén para el cliente conspicuo y veraniego: hacerse con su sitio en la barra chorreando aún el meyba, atacar el porrón de cerveza con gaseosa una vez recibido el permiso paterno y otear la magnífica vista que desde allí se obtenía, con las congéneres del otro sexo deambulando igual que uno, con el sucinto bañador por toda vestimenta.

El permiso paterno era importante, trascendental, para esas tomas de decisiones, porque en realidad toda la familia viajaba hasta la Hípica guiada, en efecto, por el jefe de la casa: a mi padre le gustaba más Cantabria, pero encontraba que esta barra que ilustra estas líneas gozaba de un encanto supremo. Nos transmitió su encendida predilección por ella con tanta pasión que empezó a hacerse habitual que en cuanto poníamos un pie en la Hípica, lo primero era pasar por su barra exterior, hasta el punto de que he olvidado si alguna vez estuve dentro del bar. Supongo que sí, pero no importa: Logroño en sus bares le debía una visita a aquel paraje por donde no he vuelto a acercarme desde hace tiempo y porque así reivindico de paso la importancia que los bares de las piscinas tuvieron en nuestras vidas.

Unas vidas muy distintas a las de ahora. Uno sigue siendo socio de Cantabria, pero apenas asomo por allí y desde luego que el bar actual ya no es el que era porque no es el que recuerdo, el que me conquistó el corazón. En Las Norias han tenido incluso problemas algún año para dar con un abastecedor que se hiciera cargo de su bar, porque se ve que allí ya no se detecta el mismo negocio que había antes. Los hábitos pasan, las modas se suceden, cambian las pautas de consumo. Sospecho que compartir con quienes nos preceden la extraña belleza que caracterizaba a esas barras de las piscinas donde nos salieron las primeras espinillas supone un vano intento. Pero también habrá quienes se pasearon algún día por la Hípica y su barra exterior igual que quien esto firma, para ver pasar la vida. Y habrá quienes tampoco olvidan aquel mágico barullo (medio pop, medio camp) donde confraternizaban mayores y pequeños. Y habrá quienes piensen como yo que alguna vez en ese bar se detuvo el tiempo.

P.D. Apenas he vuelto a la Hípica desde los primeros años 70. Mis visitas se han limitado posteriormente a quehaceres profesionales (la cobertura de su concurso hípico, infanta Elena incluida, en su etapa preMarichalar), que no exigían superar la barrera de entrada. Una mañana en que lo intenté, el soldado de guardia vetó mi acceso, cosa que entendí. Entendí menos que no le conmovieran mis explicaciones: intentaba hacerle ver cuán hermosa era la barra que aguardaba el fondo, la importancia que había tenido en mi mocedad, las ganas que tenía de volver a acodarme en ella. Inmutable, me enseñó la puerta de salida: su dedo señalaba hacia el bar de Julio. Lo cual no era mala opción. Aunque, desde luego, se trata de un local que carece de esa barra de la Hípica donde la adolescencia local y sus mayores pudieron contemplar el mundo en bañador. Un mundo donde los tragos sabían a cloro.

Un recorrido por las barras de la capital de La Rioja

Sobre el autor

Jorge Alacid López (Logroño, 1962) es periodista y autor de los blogs 'Logroño en sus bares' y 'Línea de puntos' en la web de Diario LA RIOJA, donde ocupa el cargo de coordinador de Ediciones. Doctor en Periodismo por la UPV.


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