(Para el querido profesor y amigo Antonio Recarte. In memoriam)
Lo que está a punto de suceder con David Copperfield, el mago, puede trascender el episodio judicial para convertirse en un auto… sacramental. Y no en cualquier auto, sino en la versión definitiva de El gran teatro del mundo. Con Copperfield en el papel de un AUTOR trilero. Será para no perderse ni una línea del argumentario de las partes porque aquí se va a destapar todo el meollo. Se va a liar un congreso que quedará visto (y no visto) para un tractatus y no para sentencia. Se va a hacer público, tras siglos, civilizaciones, especulaciones y doctrinas, cómo funciona la tramoya de trampillas y -sobre todo- de trampas en que consiste el número estrella de la existencia humana. Y se van a pedir daños y perjuicios (además de las costas) por las disfunciones y fallos que, a lo largo de su desarrollo, vienen causando tantos disgustos, accidentes, promesas rotas y averías irreparables. Se le va a interrogar al sumo hacedor por los fallos del truco, o sea del sistema; lo que provocará que, por mandato judicial, se descubra la maquinaria. Estamos, pues, en vísperas de la causa máxima. Les pongo en antecedentes. Sucedió en el Hotel de la MGM en Las Vegas, durante la ejecución de “Trece”, un número en el que Copperfield elije presuntamente al azar (¡el AZAR!, ese personaje clave en los autos sacramentales, como la FORTUNA o la GRACIA) a trece personas a las que hace desaparecer sentadas bajo una lona para luego hacerlos reaparecer de pie al otro lado de la platea. Suele bromear (?) Copperfield en su presentación advirtiendo que prefiere que entre los trece no haya ningún abogado. Y también bromea (?) diciendo que los trece (una cifra ya de por sí, estigmatizada) van directos al infierno. El caso es que esta vez uno de los trece, un famoso chef inglés, Gavin Cox, se partió la crisma en los intestinos del truco y ahora, los abogados de Cox, exigen que el mago revele cómo es ese pasadizo que los elegidos tienen que atravesar de punta a punta en tiempo récord si quieren reaparecer y por qué no estaba suficiente despejado y señalizado para no tropezar: como la vida misma, ¿no? El aparecer, desaparecer y reaparecer (o no) es el argumento de nuestro drama; y en medio, todo son impedimentos; un túnel de feria con sustos y risas. Y al final, el ilusionista, por aparatoso que sea (en el sentido de aparato teatral), acaba pareciendo como uno de esos magos de las películas de Woody Allen: o torpes, o anticuados. Como el que él mismo interpretaba en Scoop. O como aquel chinesco que en Historias de Nueva York hacía desaparecer a su madre, a la de Allen, para luego hacerla reaparecer, agigantada, sobre el cielo de Manhattan, lo que le acarreaba al personaje un incordio erótico notable. De hecho, esto de hacer desaparecer a un gran chef suena a una trama muy de Allen. Se sabe, en fin, que algo no funciona durante el truco en que vivimos. A lo largo de sus pasadizos interiores hay poca visibilidad y las salidas no están claras. El propio mago, o quien diablos maneje los mandos, procura que el espectador mire hacia otro lado de donde se está produciendo el truco, la cosa, la potagia. La potagia es ésa: un despiste, un grado de ceguera. Ya lo sabían los trágicos griegos. Ahora, Copperfield va a pagar daños a terceros por todos los demiurgos que han sido. Desde que vi Houdini, de niño, me encantan (literalmente) las películas de magos, porque hablan de lo frágil y a la vez de lo fascinante de nuestro teatrino. Hacer desaparecer la estatua de la Libertad es insignificante comparado con la desaparición inexplicable –un extravío en algún punto, seguramente mal acabado, del subterráneo entre la platea y el escenario- de una palabra, de una verdad, de una idea, de un sentimiento o de un ser querido. A esto no le encontrábamos el truco. Quizás aflore ahora, en el juicio contra Copperfield. Michael Caine, en El truco final, contaba, como el mago experto –y por tanto tocado y fatalista- que era, que un truco se desarrollaba siempre en tres tiempos –como los tres actos del teatro y de la vida-: la ‘Promesa’, en el que el mago presenta ante los ojos de los espectadores un objeto ordinario, común; el ‘Giro’, en el que el objeto se transforma en extraordinario, y el ‘Prestigio’, instante en el que aquel objeto –que también puede ser una persona- es regresado, devuelto. Pero el tercer acto es siempre el complicado, el imposible. Sólo un truco de guionista puede librarlo. Preguntado por lo sucedido, el abogado de Copperfield ya ha alegado que lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas.