Existe una tristeza benéfica, lenitiva, que sana, que te reconcilia, que te quita peso. Una tristeza que no es nostálgica, sino sabia, irónica, cantable, desenchufada. Una tristeza que no es letal sino –muy al contrario- un reflejo, un estímulo, sin el que no se puede ni se debe vivir. Una tristeza que te hacer vivir con los ojos abiertos. Una tristeza asendereada, rodada, cómplice. Posterior a la orfandad. Que lo ha aprendido todo de ella. Una tristeza protectora, como el cielo protector. Una tristeza que -administrada sin dramatismo, y es el caso- es una segunda y definitiva juventud. Es la que rezuma Casi 40, la última película de David Trueba. Su mejor película. El mejor, el más despojado y más libre viaje de todos los que ha trazado en su literatura y en su cine, tan pegado a los recorridos y a las carreteras del interior (de uno mismo y de España). A las carreteras domiciliarias. Se ha estrenado este fin de semana, en medio del Mundial y del VAR. Los personajes de Casi 40 –que también somos nosotros, por supuesto, los espectadores de La buena vida, su origen, hace casi 22- no disponen, no disponemos de VAR. Nunca hay nadie en una cabina advirtiéndote a través de un pinganillo de los límites del área de juego; de cómo se traman las jugadas de peligro o dilucidando si se ha producido o no se ha producido una falta; o si la que te pitaron era justa o infundada; o si el gol que te metieron fue de reglamento o furtivo. Un VAR que restaure de inmediato tus razones, si es que se vulneraron, o –si no juegas limpio- que impugne tus movimientos en evitación de lesiones mayores. No, no hay arbitraje que te asista; que aclare los términos en que se han producido las jugadas y el papel que has jugado en ellas. No hay un VAR que vaya, en tiempo real, corrigiendo el partido para que no pierdas por goleada; o por lo menos posible. Un VAR que dictamine si te encuentras o no te encuentras en fuera de juego. En las decisiones, en el amor. En el amor. Es la carencia de VAR de los personajes de Casi 40, Lucía Jiménez y Fernando Ramallo –los mismos y distintos de La buena vida de 1996, cuando los conocimos, cuando se conocieron-, extraviados, al cabo de los años -propios y extraños-, en una segunda salida, quijotesca, sin más equipaje ni identidad que la prestada por la memoria del cine a la que pertenecen y se deben; indistinguible, no obstante, de la memoria fuera del cine; de la vida que ha corrido entre películas (de cine y de las otras). Las de cada cual. Ahora son los dos, Lucía y Ramallo, mucho mejores en todos los sentidos. El tiempo transcurrido ha perfeccionado sus personajes. Son más que actores. Actúan, se actúan, nos actúan. Reencontrarlos veintidós años después, tristes y vivos, es una alegría impagable. Familiar. Los habíamos dejado al final de La buena vida soñando, sobrevolando París en una cama como de Peter Pan, como de niños perdidos. Mientras sonaba Charles Trenet. Él con 16 y ella con 18 o casi 18. En Casi 40 están ya muy aterrizados; y extraviados, decía yo antes, en una ruta mesetaria, en cierto modo desolada, deshabitada, quijotesca: en una tierra de campos, como la que recorría David en su última novela. Porque Lucía Jiménez –que hace el mejor personaje femenino (y por momentos masculino) que he visto en el cine español en bastante tiempo- y Fernando Ramallo –contrafigura del cactus en que se mira y con su (dedo) corazón escayolado como una peineta que detectaría cualquier VAR- también son David Trueba, en mayor medida que en La buena vida. El cineasta, autor, hermano (mayor), amigo y compañero de viajes, se desdobla en ellos y respira a través de ellos las enseñanzas y accidentes del camino recorrido hasta este punto de la vida, casi 50. Y se divierte. Porque Casi 40 pertenece al género del ‘viaje entretenido’. Como el anterior suyo hasta el desierto almeriense en pos de Lennon. Casi 40 es cervantina. Llena de coloquios amenos, ventas, garitos, relatos intercalados, explanadas, librerías, lugares fantasmas, romances, discursos sobre las letras (de canciones), personajes episódicos y hasta un entremés memorable, el de la psicodóntologa. Lucía y Ramallo comparten, se alternan, los papeles de caballero y de escudero, aunque sin duda es ella -la que más ha crecido, la que tiene más kilómetros a la espalda- la que lleve la voz cantante, la que cante los 40. En lo que parece habrá de ser el último bolo de un amor inventado hace dos décadas en el interior de una película: un área de contornos vagos. En consecuencia, Casi 40 es la historia de tres personas –incluyo a David- que como le dice Lucía a Ramallo en un momento dado se tienen un ‘amor prehistórico’.