Podría ser un personaje del tebeo de los cincuenta o de los sesenta: un ‘Don Escuchón’ o un ‘Juanito Escuchapedos’. El ‘escuchapedos’ –resulta de un gráfico insuperable- es en el acervo popular el tipo atento al más obsceno de los silbos, de los flatos, de las ventosidades, de los truenos quedos emitidos desde los bajos; desde todo tipo de bajos, incluidos cloacas, reservados, ‘agencias de modelos’ y copas. El ‘escuchapedos’ es, desde luego, una criatura al modo quevedesco. Un figurón que esconde bajo su capa una buba de gas, de gases, vaya, y pasillea con su botín cosido al forro de su jubón o de su pellejo, como una jiba etérea, desclasificando a doblón el chisme, la indiscreción, la cosa. Me imagino a Villarejo apareciendo por la esquina de una viñeta de Escobar o de Peñarroya o –aún más- por los renglones de las gracias y las desgracias del ojo del culo de don Francisco con sus dos piernas a paso ligero; esas piernas sin el quiebro de la rodilla, piernas de una línea; el brazo derecho retrasado en posición de desfile y el siniestro sujetando un carpeta, un cartapacio, de oficina, de oficina siniestra, naturalmente, tras la que tapa su rostro, que es un rostro pegado a una carpeta, hecho carpeta. Carpetovetónico. Coronado por una nariz y unos quevedos que forman un apéndice, un antifaz de carnaval; y por una gorra que oculta en su interior un estudio de grabación con la tecnología más avanzada, y del que la carpeta es micrófono y magnetofón y pantalla, todo en un mismo ingenio. Villarejo es el tipo al que crees que le estas grabando, ¡pero es él el que te está grabando a ti!, incluso lo que no dices. Achicharrándote, friéndote, utilizando su germanía. Y a continuación, pasea la chicharrina por la calle, rumiándola en su carpeta, a la que se aferra con las dos manos, para asegurarse de que está ya todo dentro, bien frito, para chequear, para ir organizándolo, de cara al futuro. Villarejo es el tipo que graba y escucha mientras camina, sin interrupción; sin despegarse de la carpeta donde todo ha quedado impreso, donde está todo el meollo grabado desde hace una década o más. Villarejo es, por lo visto y oído, el tipo con el que ha estado todo el mundo sin haberse dado cuenta de que ha estado. Igual no te acuerdas, pero seguro que cenaste en alguna ocasión con Villarejo, y te grabó; para con el tiempo, nueve, diez años, remasterizarlo, como a los Beatles, y volver a editarlo, en su versión extendida, con todas las tomas falsas, y todo ya digital. Bien refrito. O igual ni llegaste a cenar; sólo te lo cruzaste o se sentó a tu lado en el Metro. Suficiente para pasar a la carpeta. Hay un hombre en España que lo graba todo, parafraseando a Astrud. Villarejo trabaja, como mínimo, a nueve años vista. De ahí, el problema del contexto: la ministra, por ejemplo, ha alegado que sus palabras han sido sacadas de contexto. Pero claro, es que Villarejo es precisamente un profesional del contexto: fabrica el contexto, cuando le conviene. Porque el contexto por sí sólo no es nada, o nunca o en ningún sitio. Y el contexto era ahora. El contexto es una scape-room, de ésas que se ofrecen ahora como un juego simulador de encerrona. Pero un contexto se cierra de verdad. La ministra se encuentra ahora mismo intentado salir de la scape-room de la carpeta de Villarejo. Descontextualizados, no obstante, es que estamos siempre un poco todos. Si lo piensas, andamos siempre fuera de contexto. Total o parcialmente. O con pretextos, o con subtextos. En fin: incómodos siempre con el texto. Den hecho, dentro de un par de meses, como decía Gloucester en Ricardo III volverá el invierno de nuestro descontexto. Hablando de teatro y abundando en la idea –como se está comprobando, y a varios montajes podría remitirme- de que la literatura judicial de más rabiosa actualidad presta un gran material a la dramaturgia en España, me recuerdan sobre todo Villarejo y su carpeta a una excepcional pieza de Samuel Beckett que pude ver hace nueve años en La Cuarta Pared, de Madrid, interpretada –por cierto y salvando la distancia- por un ex-delincuente, preso durante años en San Quintin (fue su scape-room) y rehabilitado por la práctica teatral, a la que se aplicó tras ver en la cárcel una representación de Godot. Me refiero a Rick Cluchey y a la pieza La última cinta de Krapp. Cuenta la historia de un tipo –un payaso, un Keaton, un personaje de burlesque– que escucha y se escucha así mismo en unas viejas cintas grabadas, sobre las que –jugando el final de su partida, en el sentido beckettiano– intentará realizar otra grabación que dé cuenta de cómo él se escucha ahora hace treinta años… en fin, un bucle, un contexto diabólico, no escape. Incapaz de hacer las paces con ningún contexto, pasado o futuro.
Fotografía sobre una obra de John Baldesari, ‘Decir silencioso’